Fuego (y)

«Real sello; de metal prominente, y señal honda».

Lo caliento entre las manos, pues está duro y quebradizo, y es que ya es difícil encontrar un buen material últimamente. Recuerdo como, hace sólo cuatro siglos que circulaban ceras y trementinas, importadas parejas a la ruta de la seda. Viví en ese tiempo, fui poeta, a veces elogiado como en otras tantas vilipendiado. Escribía por el único placer de descargar ese talento que sólo un dios pagano y loco había inducido más que infundido, en mí. Sí, porque intentar explicar que uno cristiano hubiese intercedido en ese don sería como admitir que mis burlas y fiascos, mis versos sensuales, y mis jocosas críticas, provenían, después de haber razonado, de una divina inspiración embriagada por vino robado, a Dioniso, que a su vez, y antes, se había cobrado y hecho muerto por el primero, el dios verdadero. O por lo menos eso dice cada uno, del suyo.

Ahora es fácil encontrar un medio de expresión, como éste, oportuno y siempre abierto. Antes, duro era el pasear el alma entre mecenas y nobles, sin saber si un día de estos habría que vendérsela, por conseguir escenario poco ruín, a veces un par de plañideras o -y en otras- algunas mozas de buen ver y montante, y falsa mierda a la entrada.

No sé si me he reencarnado en mí mismo, o si es que me han sobrevivido mis palabras, que es con lo que todo escritor anhela, no sé que es lo que ha ocurrido. Solo sé, y puedo dar fe de ello, aunque pagana como ya dije, de que me siento fuera de este tiempo, de este lugar, y en este preciso momento. Miro, observo, y veo, constato de que las palabras han perdido su significado, de que las imágenes le han arrebato esa parcela de humana diginidad. Tal vez es maldición, que me he vuelto inmortal, que ha sido pago por pecado, o cobro por venta de esa alma mía, que a estas alturas, no recuerdo de vender. Tal vez cometí mala acción, o blasfemé demás:

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